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lunes, 19 de octubre de 2015

LA OBSESIÓN POR EL CRECIMIENTO

El crecimiento suele ser una de las variables utilizadas para medir el desempeño empresarial. Si la demanda crece es lógico, en principio, que la empresa se plantee al menos acompañar ese crecimiento del mercado para no ver menguar su parte de la “tarta”; ídem cuando comparamos una empresa con su principal competidor, para no perder posiciones respecto al mismo. Ahora bien, incluso en este ámbito estrictamente empresarial, las estrategias de crecimiento (que ciertamente pueden generar sinergias positivas fruto de un mayor tamaño y una más rápida acumulación de aprendizaje y experiencia) se tamizan a través del prisma de la rentabilidad y del equilibrio financiero, para velar por la supervivencia de la compañía.
La traslación de este razonamiento a un destino turístico entraña algunas diferencias, pues un destino no puede entenderse exclusivamente como el conjunto de empresas que allí operan. Puede que a determinadas empresas, con especial atención a aquellas que por su tamaño y actividad generan un mayor impacto en el territorio, les interese crecer, pero al destino en su conjunto quizás no. La razón es porque hay otros elementos en juego o grupos de interés que han de intervenir en el diseño del destino. Por ejemplo, el que suele ser el eslabón perdido: los residentes. Quizás esas empresas quieran que el número de turistas siga aumentando, pero debe tenerse presente en qué medida ese crecimiento afecta a la calidad de vida de la comunidad local y, por tanto, es aceptada por ésta. Competitividad y sostenibilidad han de ser las dos caras de la misma moneda. ¿Lo son en realidad, aun asumiendo que se trata de un proceso, no de un suceso? Cabe preguntárselo en cada caso.
Con todo, este mensaje de la sostenibilidad (en lo que afecta a los aspectos sociales y ambientales) la verdad es que suena hueco en muchas ocasiones, eclipsado por la obsesión por el crecimiento (más y más turistas, de forma indiscriminada) que se ha instalado entre políticos y empresarios, como si esto fuera un fin en sí mismo, el alfa y el omega: todo a lo grande... Nuestro sabio refranero dice aquello de que “el perfume bueno siempre viene en frasco pequeño”.
En realidad, como se señalaba en el párrafo primero, también aquí habría que pensar en equilibrar el crecimiento con otras variables, incluida la controvertida (por su difícil cuantificación) capacidad de carga. Por ejemplo, el hecho de recibir más turistas no significa necesariamente ni más rentabilidad empresarial ni mayores beneficios para las comunidades receptoras. Es una decisión contextual, que depende de las características de cada caso, pero si ese crecimiento es a costa de convertirnos en un commodity, es decir, actuando exclusivamente sobre la variable precio para estimular la demanda, la apuesta puede ser tan peligrosa como para hacernos entrar en una espiral de caída en picado con progresivo deterioro de la calidad del servicio y de la rentabilidad. Huyamos de ese círculo vicioso, pues el destino en su conjunto saldrá perjudicado.
Además, deberíamos tener presente que el crecimiento no es eterno y debería actuarse con prudencia, pues una vez el ciclo alcista se invierta el ajuste de la oferta es muy difícil de hacer por las rigideces que entraña, y el riesgo de entrar en ese círculo vicioso se agudiza.
Necesitamos utilizar, por tanto, otro tipo de indicadores que trasciendan los cuantitativos, que por ser más fáciles y rápidos de obtener son los que habitualmente se usan, especialmente por los representantes políticos (y a su conveniencia, claro). Con ellos no estamos ofreciendo la imagen fiel (como dirían los contables) del comportamiento de un destino turístico.
Diría que los roles críticos a desempeñar por los gestores de los destinos, caso de existir algún ente gestor, tienen que ver con la gestión de la información (sobre todo con base en datos primarios), el diseño (planificación a largo plazo) del destino (lo que implica anticipación, no actuar o lamentarse a toro pasado) y la creación de significados que cautiven a aquellos clientes que se desean atraer. Las preguntas son si estos últimos se han identificado (porque no todo debería valer), si las acciones que desarrollan la estrategia formulada (caso de existir) son aplicadas y se rinde cuenta de los resultados, y si la información que se maneja (expresada en los correspondientes indicadores) proporciona una imagen del destino consonante con su creciente complejidad. Las Administraciones públicas y las empresas no son los únicos a tener en cuenta y que han de intervenir en este proceso. No sería inteligente, ahora que empieza a hablarse tanto de destinos turísticos inteligentes, concepto que no tiene sólo que ver con el uso intensivo de herramientas tecnológicas.
P.D.: Alguien podrá calificarme como ingenuo, por no haber mencionado la principal preocupación de dichos gestores: la satisfacción de la instancia política que lo nombró, a menudo con criterios no sólo ligados a su idoneidad profesional. Llevaría razón, pero es otra variable de la ecuación que debemos cambiar, y urgentemente. Nos lastra demasiado.
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